Kaikoura es una ciudad pequeña de la costa oriental de la isla sur de Nueva Zelanda (la cosa es así de simple: al norte del estrecho de Cook, isla norte. Al sur, isla sur), donde el tiempo no es que transcurra despacio, es que ni se mueve. Tiene un atractivo nulo para el viajero si no fuera porque se encuentra en un enclave privilegiado: la península a la que el villorrio da nombre rodeada por los montes Kaikoura Marinos, una impresionante cordillera (varios picos de más de 2.500 metros) tan pegada a la costa que apenas deja espacio para la línea férrea y una carretera secundaria.

Hartos de estar todo el día pescando, comiendo langosta y dormitando, hará un par de décadas algún alcalde avispado decidió que tanta foca, ballena, delfín y demás fauna marina que aprovecha las cálidas corrientes marinas para pasearse por la costa podía resultar atractiva para animar el cotarro. Y decidió atraer al personal mediante la explotación de una modesta industria turística dedicada al avistamiento de fauna en libertad.

No corren buenos tiempos para volver a los años en que los colonos europeos, a medidados del siglo XIX, convirtieron a Kaikoura en una de las más importantes estaciones balleneras del Pacífico. Pero al cabo de un siglo y medio, el pueblo ha sabido reinventarse gracias a los cetáceos, a los que esta tierra y la cultura maorí tanto deben (muy recomendable el visionado de
'Whale rider' (2002), de la directora neozelandesa Niki Caro).

Confío en la aparente sinceridad de la devoción de Kaikoura por las ballenas. Y en que dicha apariencia no tenga nada que ver con la denuncia que el documentalista Louie Psihoyos llevó a las pantallas con su oscarizado documental 'The Cove'. Búsquenlo y véanlo. Merece la pena.