El glaciar Franz Josef lo descubrió, para el mundo 'desarrollado', el geólogo prusiano Julius Van Haast en 1865. El tipo bautizó la gruesa lengua de hielos milenarios que acababa de descubrir de tal guisa para pelotear a su jefe, que por entonces era nada menos que Francisco José I, dueño y señor del imperio Austro-húngaro.
Resulta más interesante la historia maorí del lugar, según la cual el glaciar se denomina Ka Roimata, es decir, "lágrimas de la joven del alud". Según la leyenda local, una joven y su aguerrido amante se retiraban a la montaña para mantener sus amorosos encuentros alejados de las miradas indiscretas de los vecinos. En una de estas, el muchacho dio un traspiés y cayó por uno de los barrancos de la zona. El torrente de lágrimas -y suponemos que mocos- que la chiquilla soltó se congeló y se formó el glaciar.
Toponimia al margen, el lugar es, sencillamente, espectacular. Desde el pueblo que recibe el mismo nombre, a apenas 5 kilómetros de la lengua de hielo, se pueden contratar los servicios de un guía con el que echar el día aprendiendo para qué sirven unos crampones, cuanto tarda en llegar el hielo desde la cumbre hasta el valle o por qué el hielo adquiere una extraño color azul según la zona y la hora del día.


En la región de The Catlins, en el extremo sur de la Isla Sur, a los árboles, de vez en cuando, les da por crecer tumbados. El viento ayuda, claro.