Tres ociosos ciudadanos juegan al ajedrez en la plaza de la Catedral de la ciudad de Christchurch. Bueno, dos juegan y el enterado de turno opina sobre la siguiente jugada.

La ciudad es, posiblemente, la más inglesas de las urbes neozelandesas, y determinados rincones del centro urbano parecen sacadas de unas postal de las muy británicas Oxford o Cambridge, con sus canales surcados por góndolas, sus sauces llorones y sus inmensos jardines repletos de rosales y césped tan verde como el del Benito Villamarín.