El ferry de la Bluebridge une las dos principales islas neozelandesas en lo que dura un desayuno, una película y una siesta de carnero. Es lo que hace la inmensa mayoría de los pasajeros. Comer, ver la tele o domitar mientras el barco cruza las tranquilas aguas del estrecho de Cook. Hay quien trabaja en su portátil, hay quien juega con su Ipod y hay quien mira fijamente al horizonte para evitar la vomitera.

No es el caso de Andrew, que lo hace por razones más solemnes. Por más visto que lo tenga, se emboba con el perfil de la costa de la isla que lo vio nacer, hace 45 años. Realiza la travesía unas cuatro veces por semana, como camionero de mercancías. Aparca su vehículo en la bodega, se mete entre pecho y espalda un desayuno para tíos duros -huevos, salchichas, tostadas y demás manduca facilita de digerir- y se aposta en la borda para dedicarse, durante tres y horas y media, al simple placer de la contemplación. "Me gusta este país, donde hay muchas más ovejas que habitantes", me advierte. "Me gusta el New Zealand way of life, el permanente contacto con la naturaleza, la comida sana y los paisajes deshabitados. Creo que nunca me iré de aquí", me suelta antes de entrar en el puerto de Picton. Toda una declaración de amor.